Todo equipo necesita un líder. Es más, todo equipo tiene un líder… Hay líderes buenos y malos, positivos o negativos. Y en la calidad de sus líderes reside gran parte de las chances del equipo de alcanzar sus metas. Así le va al País, ¿no? Superpoblado de líderes más interesados en el beneficio individual, la carrera de egos o la lucha por el poder que en el bien común. Y los planteles deportivos no son la excepción a la regla. Los hay integrados por líderes positivos que los llevan hacia adelante, pero también se ven (y mucho) aquellos que tienen en sus filas líderes o jugadores de renombre, que por estar más preocupados por hacer “la suya” que por ayudar a encauzar al grupo, terminan siendo casi casi una manzana podrida.
El líder es aquel que, en cierta medida, marca los tiempos en la convivencia de un grupo; de allí que sea tan importante el ojo clínico del reclutador a la hora de escoger los jugadores que van a integrar un plantel.
Si de citar máximas se trata, es difícil recordar algún gran equipo que no haya tenido un gran líder, y en este rubro no hablamos específicamente del caudillo que hace escuchar su voz, ya que mandar o gritar no es condición excluyente para ser considerado como tal.
Antaño se relacionaba directamente al líder con “la voz cantante”, el grito o reto en el momento oportuno. Pero también con algunos privilegios cuanto menos cuestionables; como zafar de algún trabajo físico o gozar de algunas diferencias en el trato o la convivencia.
Un buen líder puede ser ejemplo y dejar su sello aún sin gritar, ya que su impronta lo hace importante aún en el silencio. El líder no necesariamente es el jugador más grande, de mayor trayectoria o talento, tampoco el goleador y ni siquiera el más remunerado.
El líder positivo marca los tiempos con actitudes concretas. Es habitualmente el primero en llegar al entrenamiento y uno de los últimos en irse. Está atento a las necesidades de sus compañeros. Pone la cara por el grupo en las malas y es generoso para compartir los flashes y los elogios con sus compañeros en los momentos de gloria.
Las supuestas peleas internas producto de un liderazgo débil de parte de dirigentes, capitán y de los propios jugadores, fueron la gran diferencia entre la España campeona de la Davis 2008 y una Argentina que, con todo y viento a favor (Del Potro, Nalbandian y el peso de la localía) se quedó con las ganas de ganar su primer ensaladera.
Las diferencias entre sus máximos referentes dejaron al costosísimo plantel de Boca sin Clausura ni clasificación para la próxima Copa Libertadores; y ni hablar de lo que le costó a la Selección de Maradona (y antes de Basile); transitar por las Eliminatorias para Sudáfrica 2010.
Historia diferente la del básquet, ¿no? Donde parece que cada uno tiene claro su rol, desde el entrenador hasta el jugador más joven o de menor protagonismo. Donde la cultura del trabajo y la solidaridad están muy por encima de los egos que podrían nublarle la vista a figuras millonarias (y no hablo solo de cuentas bancarias). Donde entrenar y cumplir horarios como si fuera uno más es más importante que cualquier otra cosa. Eso, decididamente, marca a fuego la intimidad del grupo, porque si el NBA es quien más se entrena, el primero en pisar el comedor y acatar las pautas de convivencia, aquel que nunca le escapa a los micrófonos en las derrotas y que se pierde en la maraña de abrazos dejando que otros tomen primero el micrófono cuando se gana, ¿cómo no va a “portarse bien” aquel que disfruta de su primera convocatoria?
Y con líderes así, el camino hacia el éxito es mucho más sencillo. Después habrá que ponerle táctica, estrategia, talento y temperamento, pero si el grupo está en buena sintonía, todo es mucho más fácil, ¿no?
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